Serie Mitológicas (4): El retorno imposible


   Antes de habitar las selvas venezolanas y las Guayanas, el pueblo warao o guarao tenía su residencia en el cielo. Sobre las nubes habían construido sus poblados y, aunque su vida era tranquila, su dieta no era muy abundante, limitándose a las aves y otros animales voladores que podían cazar. Existía entre ellos un joven que se caracterizaba por su destreza con el arco. Sus flechas nunca fallaban en el tiro y siempre proveía a su aldea de las mejores presas. Sin embargo, un día, una de sus flechas se desvió y en lugar de clavarse en el ave se estrelló contra el piso del cielo. Al intentar recuperarla vio que había hecho un hueco en las nubes desde donde podía verse la Tierra. Movido por la curiosidad, el Arquero de Buen Brazo –como lo llamaban- descendió utilizando para ello los resistentes hilos de una hamaca. Una vez en la Tierra, quedó maravillado por la cantidad de frutos que encontró: yuca, moliche, báquiro, yuruma, mandioca, guayaba. Además los ríos estaban poblados de peces de todo tipo.

   De regreso al cielo, contó al resto de su pueblo las maravillas que había descubierto y estos decidieron bajar. Hicieron una escalera de hilos y descendieron por el hueco en las nubes. La mayoría de los waraos se encontraba en la Tierra cuando sucedió algo inesperado: una mujer embarazada quedó atascada y no hubo forma de poder sacarla. Para algunos, este sería el origen del Lucero de la Mañana, aunque los astrónomos insistan que se trata del planeta Venus. Así una parte del pueblo warao quedó en los cielos, pero la mayoría se aventuró a poblar la Tierra, conscientes de que nunca podrán regresar a su patria de origen.

   El pueblo mandan, habitantes de las planicies que se extienden a lo largo del río Missouri, también cuenta una curiosa historia sobre sus orígenes. Al comienzo, la nación entera habitaba una caverna bajo la superficie, cerca de un gran lago subterráneo del que obtenían todo lo necesario para la subsistencia. Un día, una gigantesca vid extendió sus raíces hasta la habitación donde se hallaba la aldea mandan, dejando entrar un rayo de luz. Los más valientes decidieron trepar por las raíces y se quedaron extasiados al ver las enormes manadas de bisontes y la variedad de frutos de la tierra. Volvieron con comida para sus compatriotas y a estos les agradó tanto el sabor que decidieron visitar el nuevo país. Se encontraban subiendo por las raíces cuando una mujer obesa las quebró con su peso obstruyendo la entrada. Así los mandanes que habían salido se vieron imposibilitados de regresar, quedando condenados a habitar la superficie. Pero sus descendientes actuales creen que, al morir, regresan a la morada primitiva de sus ancestros, alcanzando los justos la aldea junto al lago y quedando los malos enganchados en las raíces por el peso de sus culpas.

   Me gusta pensar que estas dos historias forman parte de un mismo universo. Quizá los waraos no descendieron por los hilos de una hamaca –como recopilaron los cronistas occidentales- sino que lo hicieron por las ramas de la misma planta por la que ascendieron los mandanes. La vid sería entonces una versión americana del “Árbol del Mundo” o “Árbol Cósmico” de las leyendas hindúes, persas y nórdicas, cuya copa está en el cielo y las raíces en el infierno. Así la humanidad procedería de la unión entre los habitantes del cielo y los del inframundo. Pero esto sería forzar un poco la leyenda.

   De todas formas ambas historias tienen algo en común, y es que pueden interpretarse como metáforas de la madurez y el fin de la infancia. Tanto el pueblo warao como el mandan deben abandonar la “morada primitiva” (la infancia, el hogar familiar, la protección paterna) para salir a conquistar el mundo por cuenta propia. Esto es más marcado en la segunda leyenda, donde la caverna puede ser vista como algo que protege al mismo tiempo que limita el crecimiento y el desarrollo. El hecho de que en ambos casos sea un símbolo de la madre (la embarazada y la mujer “nutrida”) quién obstruye el retorno también es muy representativo. Para el psicoanálisis es el padre quién cumple la función de “expulsión del paraíso” para que el niño o la niña se conviertan en sujetos deseantes, pero también nos recuerda que la “función paterna” es simbólica, pudiendo ejercerla tanto un hombre como una mujer. La antropología por su parte nos habla de la “salida exogámica”, hacia el exterior del núcleo original.

  En cualquier caso ya no hay marcha atrás. Una vez dados los primeros pasos en el exterior, no podremos regresar a la morada primitiva, a la patria original que fue nuestra infancia. Sólo la muerte, como dice la leyenda mandan, puede verse como un retorno a las entrañas de la tierra de la que procedemos.


Cipolletti, 15 de septiembre de 2019


Publicado en revista Cocoliche, Santa Rosa, Nº 111, noviembre 2019.

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