Comience a contar (cuento)


 
 Llegué a este país hace cuatro años. La vieja Inglaterra estaba en crisis por las guerras y las colonias ofrecían muchas oportunidades para gente como yo, con ganas de actuar. Pasé por muchos empleos: constructor, transportista, mensajero, vendedor. La presencia de compatriotas en la ciudad y mi facilidad para relacionarme con la población nativa favorecieron mi rápida integración.

   Sin embargo, gustaba de frecuentar las tavernas que comenzaban a abrirse a ritmo acelerado. Siempre fui malo con la bebida y nunca faltaba un escocés o un irlandés con el que irnos a las manos. Milenario conflicto entre sajones y celtas. Hasta que un día me enfrenté con quién no debía: un Policía de Colonias borracho me provocó y acepté el desafío. Cuando me amenazó con su bastón tomé dos bolas de pool de la mesa y lo golpee en la cabeza. El miedo y el alcohol no me permitieron pensar en las consecuencias del acto. Tampoco medir mi fuerza. Cuando reaccioné había sangre y masa encefálica del representante de su Majestad sobre la mesa de juegos.

   El juicio fue breve: había matado a un oficial británico. Si hubiera sido un soldado nativo la Justicia Colonial, tan poco imparcial, me hubiera absuelto alegando defensa propia. No fue el caso. Me condenaron a la Pena de Muerte por Ahorcamiento.

   Tres días antes de la ejecución, cuando ya me habían probado la soga al cuello, me informaron que un médico inglés quería verme para un experimento. Me aseguraba que no saldría con vida del mismo, pero eso ya no importaba porque moriría de todas formas. Mi elección era: morir por la horca o morir sirviendo a la ciencia. La segunda me parecía la opción más digna para irme de este mundo.

   Los días posteriores ayudantes del médico procedieron a explicarme en que consistiría el experimento. Amarrado a una camilla, dejarían uno de mis brazos colgando al costado. A continuación, y tras aplicarme morfina para evitar el dolor, cortarían una de mis venas para que comenzara a gotear la sangre. Yo debía contar cada vez que sintiera una gota golpear la bandeja ubicada debajo. El objetivo del experimento –me hicieron saber- era comprobar cuánto podía mantenerse la consciencia y la concentración mientras el cuerpo se desangraba. El experimento tenía implicaciones militares: permitiría conocer cuanto podía seguir luchando un soldado con una bala en una zona vital.

   Hay algo que se nos debe reconocer a los ingleses: que no dejamos nada al azar. Cualquier cosa debemos calcularla fría y minuciosamente.

   El día fijado para la ejecución, en lugar de ser llevado al patíbulo, me trasladaron al laboratorio. Una vez amarrado a la camilla y sedado, los guardias se retiraron y comenzó el experimento. En ese estado me encontraba indefenso y, cuando todo terminara, ya no representaría ningún peligro.

   “Será solo una molestia” escuché, y luego el bisturí me cortó la muñeca. “Comience a contar” se me ordenó.

1, 2, 3, 4…. Las primeras gotas caían de manera muy espaciada.

40, 41, 42, 43… Ya comenzaba a aburrirme y marearme.

100… 101…. 102... El medidor cardíaco indicaba que mis latidos se hacían cada vez más débiles.

150… 151… 152... Los signos vitales se esfumaban.

160… 161… 162…

   Fui declarado muerto cuando el experimento llevaba una hora y veinticinco minutos. No tenía signos vitales perceptibles por el medidor cardíaco y el estetoscopio.

   Cuando me soltaron el brazo cortado para una inspección más profunda reaccioné rápidamente y lo tomé del cuello. “Si grita doctor, le romperé la tráquea”, le dije. “Recuerde que decerebré a un hombre de un solo golpe”.

   Así fue que me liberé y lo amordacé. Ahora es usted doctor el que yace en la camilla, listo para el experimento.

   Quizá le intrigue saber cómo sucedió esto así que se lo contaré. Uno de sus ayudantes, un estudiante nativo, me confesó la verdad: solo harían una pequeña incisión en la piel, sin dañar ninguna vena, y pincharían una bolsa de suero debajo de la camilla. Ese sería el goteo que escucharía. La sugestión haría el resto y mis signos vitales comenzarían a fallar por la creencia de que me estaba desangrando. Ya lo había visto hacer antes.

   Su ayudante me contó esto porque quiere poner fin a sus brutales experimentos con monos, perros y otros seres humanos. Además de que no está conforme con el trato despectivo que dispensa a sus estudiantes y colaboradores nativos. Es un nacionalista radical, parece.

   Otra cosa que debe saber es que en estos cuatro años me interioricé en las técnicas de meditación y control mental que se practican en el país. La cárcel me dio la oportunidad de perfeccionarme ya que no hay mucho que hacer en un calabozo infesto. Aprendí a bajar mis signos vitales hasta volverlos casi imperceptibles.

   El resto de la historia ya la sabe usted. No debió subestimarme, doctor. No debió subestimar a sus ayudantes.   

   El amable joven prometió dejar la puerta trasera abierta. Me aseguró que los guardias permanecen a la espera en la entrada del laboratorio así que podré salir sin ser advertido. La frontera está a diez kilómetros. Con suerte la estaré cruzando al anochecer.

   ¿Este es el bisturí que utilizó, doctor? Supondré que sí. 

   Antes de irme dejaré iniciado el experimento. Esta vez no habrá bolsa de suero debajo de la camilla. Comience a contar, doctor.


Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 6 de septiembre de 2022.


Publicado en El Narratorio Digital, N° 80, octubre de 2022.

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