Trilogía "Matar al tirano" (1): La Ira del Hombre Común

Adaptación (muy) libre de leyenda china


 "la discusión de matar al tirano sí o no seguirá existiendo mientras no haya una verdadera justicia en el mundo".

Osvaldo Bayer


   El tirano emperador Kung Ming se encontraba de regreso de una campaña en el sur del país, donde había supervisado personalmente el movimiento de sus tropas que, a costa de una brutal represión, lograron poner fin a un levantamiento en su contra. A pocos kilómetros de la capital, llamó su atención el bello paisaje que ofrecía una pequeña hacienda atravesada por un río que proveía de agua a numerosos cultivos, y en el que se observaban todo tipo de aves y animales. Pensó que sería un buen lugar para el descanso y la meditación, y como era muy codicioso, juró que nada le impediría apoderarse de él. 

   Una vez en el Palacio Real, Kung Ming ordenó a un funcionario que investigará a quién pertenecían aquellas tierras. Acaso algo tan hermoso debía ser propiedad de un noble o un señor feudal. Pero para su sorpresa, se le informó que, de acuerdo al último censo, el dueño de las tierras era un humilde campesino de nombre Tsi Wen. Ante esto, el emperador pensó que su compra no ofrecería mayores dificultades y envió una comisión encargada de hacerle al señor Tsi Wen las ofertas que fueran necesarias por su propiedad.

   La comisión regresó una semana después trayendo malas noticias al emperador:

   - El campesino Tsi Wen se niega a vender sus tierras – dijo temeroso el responsable de la comisión -. Hemos llegado a ofrecerle hasta diez veces el valor tasado por nuestros especialistas, pero se mantiene en esa actitud.

   Encolerizado, el emperador ordenó que el señor Tsi Wen fuera traído de inmediato. Esta vez un grupo de hombres armados partió del palacio y regresaron días después trayendo al campesino con ellos. El emperador lo tuvo frente a él y le habló del siguiente modo:

   - Se te ha llegado a ofrecer hasta diez veces el valor de tu propiedad y aun así te niegas a venderla. Dime cuanto quieres por ella y te será dado de inmediato.

   El campesino respondió:

   -  Aunque se me ofreciera veinte veces su valor, no podría vender las tierras en donde descansan mis mayores, en donde crie a mis hijos. Representan mucho para mí y mi familia. El Hijo del Cielo debe entender la razón de mi negativa.

   Pero el emperador enfureció aún más y, alzando la voz, se dirigió al campesino:

   - He jurado que nada me impedirá tener tus tierras. Si prosigues en la actitud de negarte a venderlas, las tomaré de todas formas por la fuerza de mis armas. ¿No conoces acaso la Ira de un Emperador?

    - ¿Y el Hijo del Cielo conoce acaso la Ira de un Hombre Común? – preguntó el campesino.

   El emperador echó a reír mientras decía:

   - No se puede comparar la Ira de un Hombre Común con la Ira de un Emperador. Esta derriba montañas, oscurece los cielos y llena el país de cadáveres. ¿Puede hacer tal cosa la Ira de un Hombre Común? ¿Puede acaso tu Ira de hombre común evitar que arrase con tus cultivos, derribe tu casa y masacre a tu familia?

   A lo que el campesino respondió:

   - La Ira del Hombre Común solo derrama unas pocas gotas de sangre, pero a veces son suficientes para salpicar a todo el país.

   El emperador aún estaba reflexionando sobre el significado de aquellas palabras, cuando el campesino extrajo una afilada daga que habilidosamente había logrado ocultar entre su vestimenta, y arrojándose sobre él, le dio muerte atravesándole el pecho.

   Kung Ming no tenía descendencia. La noticia de su muerte llegó a todos los rincones de Imperio y sus opositores, viendo la existencia de un vació de poder, se alzaron contra la autoridad. Las Fuerzas Imperiales, sin liderazgo definido, ofrecieron una débil resistencia y se dispersaron cuando los rebeldes tomaron la capital.

   El líder de la rebelión, Kang Chen, fue coronado emperador y, como primera medida, decretó el indulto del campesino Tsi Wen, que había sido condenado a la pena de muerte,  y le permitió regresar a sus tierras. Poco después aprobó un bando, cuyas copias fueron enviadas a cada funcionario del Imperio, mediante el cual decretaba que es obligación de los gobernantes respetar y asegurar el bienestar de sus gobernados, de lo contrario se corre el riesgo de desatar la “ira del hombre común” que, como quedó demostrado, es capaz de derramar unas pocas gotas de sangre, pero estas pueden ser suficientes para salpicar a todo el país.

 

Santa Rosa, mayo de 2008.


Publicado en El Narratorio Digital, N° 30, agosto de 2018. Reproducido posteriomente en otros medios. 




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