El Evangelio según Barrabás (cuento)
“quizá los
hombres seamos a un tiempo Abel y Caín”.
Barón Rojo, “Hijo de Caín” (del álbum: En un lugar de la mancha,
1985)
“Sí, si
existe Dios tendría que ser un único Señor, pero mejor sería que hubiera dos,
así habría un dios para el lobo y otro para la oveja”.
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo (1991)
Mi nombre es Barrabás, hijo de Josafat, nacido en Marabat, Judea. En la historia que escriban los romanos seré recordado como un villano, un forajido, un asesino. Por eso quiero dejar en este manuscrito mi versión de los hechos, para que los Hijos de Israel conozcan mi historia y sepan quienes fueron los verdaderos traidores al pueblo.
Crecí en una
familia campesina, que valoraba tanto el trabajo manual como el conocimiento.
Por eso aprendí a trabajar la tierra, a criar animales, a forjar metales y
convertir la madera en objetos útiles, pero también me enviaron a la Sinagoga
para que aprendiera a escribir en nuestra lengua y leyera los textos sagrados.
Los siete años que serví de esclavo en la casa de un patricio romano me fueron
útiles para aprender latín y algo de griego. Mi familia adeudaba impuestos a
las autoridades romanas que ocupaban el país, y se vieron forzados a entregarme
como parte del pago. La ley judía dice que los esclavos deben recuperar su
libertad luego de siete años, porque nosotros también fuimos esclavos en Egipto
y en Babilonia. Los romanos respetaron al principio nuestras leyes. El
gobernador Valerio Grato fue severo, pero relativamente benévolo. Eso cambió
con la asunción de Poncio Pilatos.
Regresé a mi
hogar convertido en un hombre. Inmediatamente fui reconocido como alguien
valioso para mi pueblo ya que había convivido en un hogar romano y tenía
conocimientos sobre la lengua, la cultura y los planes del invasor. Me
invitaron a formar parte de una Sociedad Secreta que conspiraba contra la
dominación de Roma. Mi padre era integrante de la misma desde hacía varios
años. El espíritu de los Hermanos Macabeos, los hijos de Matatías que siglos
atrás le pusieron freno a la invasión del Imperio Griego-Sirio de Antíoco IV,
estaba presente en todos ellos.
El descontento
social iba en aumento debido a la impopularidad de las medidas de Pilatos. A la
corrupción creciente se le sumaban el incremento de los impuestos y la
imposición de emblemas imperiales en nuestros lugares sagrados. Cuando propuso
la confiscación de los tesoros de los Templos y el uso de las lápidas de
nuestros ancestros como material para la construcción de su acueducto –que solo
iría a las villas de los patricios y no a nuestros poblados- los sacerdotes,
que hasta entonces se habían mantenido sumisos y obedientes, llamaron al pueblo
a desobedecer. El gobernador recurrió a las dos estrategias en las que era
experto: la compra de voluntades y la represión.
Algunos
sacerdotes aceptaron los sobornos y calmaron a sus fieles. Otros se opusieron y
fueron detenidos. Sin juicio previo se los torturó y ejecutó por crucifixión,
empalamiento o descuartizamiento. Las partes desmembradas de sus cuerpos fueron
clavadas estratégicamente en los lugares más visibles de los pueblos a modo de
escarmiento y amenaza. Permanecieron allí varios días hasta que el olor
insoportable y las sabandijas que supuraban obligaron a quitarlas.
Los romanos
habían tenido un triunfo provisorio, pero en nuestro pueblo el odio se
incrementaba. Mientras tanto, nuestra Sociedad seguía acumulando armas y
miembros en espera de un futuro levantamiento.
No pasaría
mucho tiempo. Unos meses después acompañé a mi padre a la ciudad para vender
una parte de nuestra cosecha. Una vez allí paramos en una taberna para beber
una copa de vino junto a otros campesinos, algunos de los cuáles eran
integrantes de la Sociedad. Quiso la suerte o el destino que se encontrase allí
un soldado romano completamente borracho, molestando a la joven cantinera. Le
decía groserías y la tocaba con violencia. Las demás personas en el lugar lo
miraban con desaprobación, pero nadie se atrevía a actuar.
En un momento,
el soldado se levantó y tomó por los brazos a la joven. “Soy un romano y
puedo hacerte lo que quiera, sucia judía”, le dijo. Luego la arrojó boca
abajo sobre la mesa dispuesto a poseerla. Allí me puse de pie y antes de que el
maldito romano reaccionara le propiné un fuerte puñetazo que lo hizo estrellarse
contra el suelo. No le di tiempo a tomar su espada. Con ambas manos comencé a
estrangularlo. En ese momento la joven a la que había humillado tomó un
cuchillo de cocina y se lo clavó en la cara, una de las pocas partes de su
cuerpo que no estaba protegido por la armadura. Seguimos así: yo tomándolo del
cuello y ella apuñalándolo en el rostro. Cuando acabamos con él quedó tan
desfigurado que ni siquiera su dios lo reconocería.
La conmoción
hizo que una pequeña patrulla romana se presentara en el lugar. Marabat no
había sido parte de los levantamientos y no contaba con un elevado número de
tropas extranjeras. No les dimos tiempo de actuar: apenas ingresaron nos
arrojamos sobre ellos. Los hombres que minutos antes habían presenciado sin
actuar la humillación de una de nuestras hermanas, ahora se sumaban a la lucha
alentados por el reciente hecho. Los golpeamos con nuestras herramientas de
trabajo, con instrumentos de cocina y con las mismas armas que logramos
quitarles.
No
dejamos a nadie con vida. Ninguna piedad con los opresores. Luego arrastramos
sus cuerpos hasta el centro de la ciudad y los exhibimos como ellos hicieron
con los nuestros unos meses atrás. Derribamos un estandarte romano que habían
alzado y parándome sobre él, le hable al pueblo:
- Hermanos y
hermanas, durante años el Imperio Romano ha ocupado estas tierras, nos ha
ahogado con sus impuestos, ha mancillado los templos y las tumbas de nuestros
ancestros, y ha abusado de las mujeres. Pero hoy le pondremos fin a tantos años
de humillación. El espíritu de Judas Macabeo late en cada uno de nosotros. Así
como escapamos de la cautividad en Babilonia y en Egipto, como derrotamos la
invasión de Antíoco y como conservamos nuestras costumbres ante toda dominación
extranjera, así es como derrotaremos a los romanos y recuperamos la libertad de
nuestra patria. Ya no seremos esclavos de Roma ni de nadie.
Gritos de
júbilo resonaron por toda la plaza. La que más tarde se conocería como “la
Rebelión de Pascua” había comenzado. La Asamblea del Pueblo acordó que la
jefatura política del movimiento quedara en manos de los sacerdotes y los
Ancianos de la Sinagoga, mientras que la jefatura militar recayó en mis manos.
Nuestra Sociedad, que ya no era Secreta, hizo aquello para lo que se había
preparado tanto tiempo: comenzó a repartir armas y entrenar a la población. Se
montaron defensas y se cerraron todos los puntos de acceso a la ciudad para que
las tropas romanas no pudieran ingresar sin ser vistas. Se acumuló comida y se
confiscaron los depósitos de granos robados a nuestra gente para que los
romanos pudieran alimentar a su guarnición. Tendríamos para sobrevivir varias
semanas.
En la cercana
villa de un patricio, los esclavos se rebelaron al escuchar las noticias de lo
que sucedía en Marabat, quemando el lugar y provocando la huida del amo con su
familia. Inmediatamente vinieron a sumarse a nuestro movimiento, trayendo armas
y alimentos.
Pero no toda la
ciudad estaba de acuerdo con la rebelión. Los colaboracionistas de los romanos
huyeron antes de que montáramos las defensas, por lo que no representaron una
amenaza. Sin embargo había un pequeño grupo de seguidores del falso profeta
Yesûa, que los romanos llamaban Jesús, que se autoproclamaba “el Mesías”, “el
Hijo de Dios”. Él predicaba el amor y la sumisión, llamaba a “poner la otra
mejilla” y pagar los impuestos al Imperio porque “se debe dar al Cesar lo que
es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”. Este grupo era partidario de la “pax
romana”, de no luchar, de aceptar la autoridad imperial porque la felicidad
estaba en la otra vida. “Yo no puedo pensar en la felicidad en otra vida
cuando mi pueblo sufre la humillación y la opresión en esta vida”, les dije
un día que se acercaron a tratar de convencerme para que depusiera la rebelión
y levantara las defensas de la ciudad. En esa oportunidad se retiraron dejando
en claro que se negarían ejecutar cualquier acción violenta.
Apenas dos
días después de comenzada la rebelión, cuatro legiones romanas provenientes de
Jerusalén se presentaron ante las puertas de la ciudad. Cuando la mayoría de
nuestros combatientes salieron a recibirlos, un patricio muy obeso que oficiaba
de comandante se adelantó montado en un caballo y nos habló en un pobre arameo:
- El Cesar en Roma y el
gobernador Pilatos en Jerusalén ordenan depongan sus armas y levantar las
defensas. Esto no terminar en un baño de sangre. Si rendir, no tomarse
represalias contra los sublevados ni la población.
Yo le respondí
en un perfecto latín aprendido en mis siete años de cautividad.
- La vuestra será la sangre
que se derrame.
A continuación
hice una señal con mi mano y uno de nuestros mejores arqueros derribó de un
flechazo al rollizo patricio de su caballo. Esa fue la señal para comenzar la
batalla. Una verdadera carnicería. Las legiones romanas son el mejor ejército
del mundo, pero no dejan de ser mercenarios pagados. No pueden luchar contra un
pueblo dispuesto a dar su vida por la libertad.
Mataron a
decenas de los nuestros, pero no consiguieron penetrar en la ciudad. Nuestros
arqueros son famosos. Los arcos pequeños de cuernos de carnero fueron un arma
letal para las tropas de Antíoco. Hoy lo son para los romanos. Los que portaban
lanzas y espadas también demostraron estar a la altura.
Por la tarde,
con el sol cayendo sobre las lomas lejanas, la victoria fue alcanzada. No
tomamos prisioneros: ¿qué habríamos hecho con ellos? Matamos a todos los que
quedaron heridos en el campo de batalla, pero no perseguimos a los pudieran
huir por su cuenta.
La victoria
también nos proveyó de armaduras, escudos, espadas, lanzas, cuchillos,
cantimploras y todo lo que pudimos recolectar de los caídos. Había escuchado
que los romanos queman en honor a sus dioses todo el arsenal capturado al
enemigo. Nosotros no podemos permitirnos ese lujo.
Cuando regresamos,
el pueblo nos recibió como héroes. Cantaron y bailaron en nuestro honor. Los
seguidores de Yesûa no participaron de los festejos, coherentes con su idea de
repudiar la violencia, pero en sus rostros se podía ver la satisfacción por la
victoria. Sabían que también habíamos salvado sus vidas. Los romanos no los
hubieran diferenciado del resto a la hora de tomar represalias contra la ciudad
rebelde.
En las semanas
siguientes nuestros enemigos cambiaron de estrategia. En lugar de tratar de
ingresar por la entrada principal, pretendieron hacerlo por los bosques que
rodean el pueblo. Esa posibilidad había sido prevista, por eso instalamos
guardias de arqueros escondidos en los muros y las copas de los árboles. Cuando
los romanos avanzaron dispersos por el bosque fueron presa fácil de sus
flechas. Uno por uno cayeron sin que se registraran bajas en nuestros hombres.
También
logramos sacar de la ciudad algunos hombres que se presentaron en los pueblos
vecinos para distribuir en secreto noticias de la rebelión que ocurría en
Marabat. Pero esto no dio el resultado esperado. Si bien hubo pequeños
levantamientos solidarios en Belén, Samaria, Masaba e –incluso- Jerusalén, no
fueron suficientes para dispersar las tropas del gobernador Pilatos impidiendo
que se concentraran en nuestro pueblo.
Una nueva
invasión se produjo pronto y, aunque logramos detenerlos nuevamente, esta vez
el costo fue mucho mayor. La mitad de nuestros combatientes había muerto y los
recursos se volvían cada vez más escasos.
La Asamblea
posterior a la batalla fue la que más tensiones registró. Ya no eran solo los
seguidores de Yesûa quienes deseaban rendirse, sino también una parte
importante de la población. Aunque no eran la mayoría, tenían el apoyo de los
sacerdotes y los ancianos.
Mis prédicas
llamando a mantenernos unidos cayeron en saco roto. Incluso mi padre llegó a
decirme que lo mejor por el momento era desistir, dispersarnos y comenzar a
crear Sociedades Secretas en todo el país para planificar una nueva rebelión.
- Los Macabeos
pudieron triunfar porque tenían la adhesión de todo el pueblo – me dijo-.
Nosotros la estamos perdiendo y si insistimos en imponernos, terminaremos
siendo igual de tiranos que nuestros enemigos. Y si eso ocurre: ¿para que
sirvió la rebelión? ¿Acaso no era por la libertad? ¿O era para convertirnos en
los nuevos tiranos de esta tierra?
Esa noche me
embriagué. Cuando comenzó la rebelión escondimos todo el alcohol existente en
el pueblo para evitar cualquier desborde, pero no pude evitar buscar un odre de
barro en el depósito y beberlo solo. Acaso porque sospechaba lo que iba a
suceder.
A la
mañana siguiente un mensajero me despertó de mi resaca. El Sumo Sacerdote y los
Ancianos deseaban verme con urgencia en la Sinagoga. Supuse que estaban dispuestos
a negociar la rendición y querían convencerme de su decisión. Si era así
perdían el tiempo. Estaba dispuesto a luchar hasta el final, aunque fuera el
único hombre que mantuviera la resistencia.
Me presenté
ante el Sacerdote y los Ancianos en compañía de dos de mis soldados.
- Te estábamos
esperando, general Barrabás –dijo el sacerdote-, tengo algo importante que
mostrarte.
Me llevó hasta
el altar donde se hacían las ofrendas y me pidió que le ayudara a moverlo. Era
una piedra pesada, pero cuando la corrimos pude ver que debajo de ella se abría
un hueco con una escalera que conducía a un túnel subterráneo.
- Hace unos
siglos atrás –comenzó a narrar el sacerdote mientras descendíamos por el-, la
Junta Suprema y el Consejo de Ancianos resolvieron que todos los templos y no
solo el principal de Jerusalén, tendrían estos pasadizos secretos resguardados
por los clérigos. Así podríamos sacar los tesoros y objetos sagrados en caso de
invasión. Este túnel, por ejemplo, conduce a una gruta a pocos kilómetros de
aquí.
- ¿Pretende utilizarlo para
evacuar a la población? – pregunté ingenuamente.
- No es para que podamos
salir – respondió-, es para que puedan entrar.
Sorprendido
por la respuesta, no advertí a los soldados romanos que se acercaban por el
pasadizo. Mis hombres no habían descendido y no reaccioné a tiempo para poder
escapar. Los soldados se arrojaron sobre mí, me golpearon y me amarraron las
muñecas.
- ¿Por qué hace esto? –
pregunté al sacerdote.
- Porque Pilatos me
recompensará muy bien por mis servicios.
Me condujeron
por el túnel hasta la cueva que había mencionado el sacerdote. Al menos no
mintió en eso. Cuando estuve fuera pude ver a cientos –acaso miles- de
legionarios romanos dispuestos a entrar a la ciudad. Mi pobre –y acaso egoísta-
consuelo en ese momento era que no vería con mis propios ojos la masacre que se
iba a producir.
Me condujeron
hasta Jerusalén y encerraron en un calabozo mugriento. En la celda de al lado
había otro prisionero. Era un judío delgado, vestido pobremente y con la barba
larga. En su aspecto lamentable no se diferenciaba mucho de mí.
- ¿Quién
eres?- pregunté- ¿Cómo te llamas?
- Soy Yesûa,
hijo de José, el carpintero- me respondió.
- ¿Eres el
profeta al que los romanos llaman Jesús?
- Parece que
mi fama ha llegado a todos los rincones del país.
- En Marabat
también tenías seguidores.
- Eso me
satisface. Estoy cumpliendo la misión que nuestro Señor me encomendó cuando me
eligió como “el Mesías”, su representante en la Tierra que curará los pecados
del mundo.
- ¿Por qué estás aquí? ¿Qué
delito cometiste?
- Los sacerdotes y los
mercaderes a los que expulsé del Templo me entregaron. Temen que mis enseñanzas
socaven su poder.
- Parece que tenemos los
mismos enemigos. A mí también me entregaron los sacerdotes. Estoy pensando que
antes que Roma el enemigo está en nuestro propio pueblo.
- Por eso quiero crear una
nueva iglesia, basada en el amor al prójimo.
- Ya es tarde para eso. Ya
es tarde para ambos. Tú por pacifista, yo por rebelde: ambos vamos a morir
pronto.
En ese momento
entró un Centurión con un mensaje del gobernador. Decía que siguiendo la
costumbre judía se indultaría el día de pascua al prisionero que el pueblo
eligiese. Al menos una de nuestras costumbres era respetada: pobre concesión de
los vencedores para con los vencidos.
Ambos
prisioneros fuimos llevados ante el pueblo y Pilatos preguntó:
- ¿A quién quieren ustedes
que ponga en libertad: al bandido Barrabás o al profeta Yesûa o Jesús, a quién
llaman “el Mesías”?
Hubo un
silencio de unos segundos hasta que alguien gritó mi nombre. De a poco muchas
más comenzaron a hacerlo. Algunos gritaron el del profeta, pero fueron
acallados por los gritos de la mayoría.
Pilatos volvió
a preguntar al pueblo:
- ¿Realmente quieren poner
en libertad a este asesino y no a quién llaman Su Salvador?
Esta vez el
grito fue al unísono: “A Barrabás”. “Barrabás luchó por el pueblo” gritaron
algunos. “Muera Roma” también se escuchó débilmente.
Evidentemente
Pilatos trataba de salvar al profeta, pero tenía la suficiente inteligencia
para comprender que su insistencia podía encender una nueva rebelión, así que
desistió en su intento.
- Pues entonces Jesús
morirá en la cruz. Yo no soy culpable de la muerte de este hombre inocente. Los
culpables son ustedes que eligieron salvar a un sedicioso y asesino. Que la
maldición caiga sobre sus cabezas y las de sus hijos.
Pilatos se
retiró de la tribuna y sus guardias me llevaron de vuelta a mi celda. Minutos
después, el gobernador se presentó ante mí:
- Si hay una persona una
persona a quien quisiera crucificar en este momento es a ti, “general” Barrabás
–dijo mirándome con desprecio y enfatizando la palabra “general” a modo de
burla-. Pero eso levantaría nuevamente a las masas y estamos tratando de
pacificar la provincia. Los romanos somos gente de paz, aunque no lo creas.
Paradójicamente, a veces tenemos que matar a unos cuantos miles para poder
imponerla.
- ¿Por qué intentaste
salvar al profeta?- quise saber.
- Porque su prédica, que
molesta tanto a los sacerdotes y mercaderes, en realidad resulta inofensiva. La
obediencia a su dios no entra en contradicción con el respeto a las autoridades
terrenales: “al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios”.
Simple. Durante los motines infiltramos espías en su círculo de seguidores para
investigar si planificaban rebeliones. No encontramos nada de eso. Su líder les
inculcaba el “poner la otra mejilla”. Puedo decir que son los ciudadanos
más leales a Roma en toda Judea. Ni siquiera se atrasan en el pago de
impuestos. Es una lástima que vaya a morir crucificado. Su iglesia hubiera sido
una buena religión para el Imperio. Aunque a lo mejor todavía podamos trabajar
con su círculo más cercano, aquellos que se hacen llamar “los Apóstoles”.
Yo lo escuchaba
en silencio.
- Pero tú si eres un
peligro Barrabás. Tu valor y determinación levantaron a todo un pueblo y ellos
saben lo que eres capaz de hacer. Por eso te prefirieron antes que al
predicador. Tu pueblo es muy inteligente Barrabás, los admiro por eso. Será
duro someterlos, pero te juro que lo haré. Aunque tenga que matar a todos y
repoblar la provincia.
- ¿Qué harás
conmigo?- quise saber.
- No me queda
otra opción que liberarte. No puedo ejecutarte aunque quisiera verte en la cruz
en lugar de ese Yesûa, Jesús, “el Mesías” o como se llame.
- Nunca cesaré
mi lucha.
- Lo sé muy
bien, pero ten en claro que yo tampoco cesaré de perseguirte. A partir de ahora
cada uno de tus movimientos será vigilado.
Estas últimas
palabras las pronunció correctamente en arameo y no en el latín que veníamos
hablando, acaso para asegurarse de que las comprendiera fuera de toda duda.
Me liberaron y
vagué por las calles de Jerusalén tratando de hallar la forma de regresar a
Marabat. Había aun mucha conmoción por la ejecución del profeta. La gente me
reconocía y saludaba con respeto, pero temía ser vista a mi lado. Sin embargo
algunos vencieron ese temor y se acercaron a darme alimento y abrigo.
Finalmente
conseguí una mula para retomar a mi pueblo. El panorama que encontré allí fue
desolador. Casi no había un hogar en donde la represión no se hubiera cebado.
Casas destruidas, familias desechas, cuerpos crucificados por doquier.
Mi padre aún
vivía. Lo habían golpeado salvajemente y lo abandonaron dándolo por
muerto. La joven cantinera que apuñaló en el rostro al soldado que
intentó violarla lo rescató y atendió. Pero no había mucho que se pudiera
hacer. Sobrevivió hasta la semana posterior a la de mi retorno. Sus últimas
palabras fueron para mí:
- Nada de esto
es tu culpa, hijo mío. Tú no causaste esto, fueron los romanos con su opresión.
Luchaste por tu pueblo y así debes ser recordado.
Luego de la muerte de mi padre me fui a vivir al campo. No había nada que hacer en la ciudad. Ocasionalmente me visitaba algún miembro de la Sociedad, pero la misma había desaparecido. No teníamos armas ni miembros suficientes para volver a hacerla funcionar.
Con el tiempo
mi granja fue dando frutos y me convertí en un próspero agricultor. En algún
momento me llegaron noticias de exiliados judíos en Siria que planeaban una
rebelión contra Roma. Intenté partir a su encuentro en varias oportunidades,
pero las autoridades romanas me tenían identificado y vigilaban mis
movimientos, por lo que nunca me permitieron abandonar Judea. Finalmente
contraje matrimonio y formé una familia. Los sueños revolucionarios nunca
cesaron, pero los estragos del tiempo en mi cuerpo y las necesidades de mi
familia me alejaron de las acciones directas.
Como temía, mi
nombre fue asociado al crimen por obra de los cronistas e historiadores
romanos. En cambio, entre mi pueblo aún se me recuerda como un libertador, pero
la memoria se va haciendo débil en las generaciones más jóvenes. Acaso dentro
de unos años ni siquiera se me recuerde y nuestra rebelión quede como una más
de las tantas aplastadas por Roma.
Por eso la
necesidad de dejar testimonio de mi paso por el mundo y de la lucha que un día
emprendimos, sin dejarnos acobardar por la fuerza del enemigo externo ni la
traición de una parte de los nuestros. Porque más allá de la derrota, si la
justicia acompaña nuestra causa, ninguna lucha habrá sido en vano y tarde o
temprano nos alzaremos con la victoria.
Cipolletti, 20
de septiembre de 2019
(en base a
apuntes escritos en 2016).
Publicado en El Narratorio Digital, N° 45, noviembre de 2019.
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