El Inquisidor (cuento)
“No era la primera vez. Sin embargo, se despertó sobresaltado. La gota de sudor... recorría... el trayecto... inverso” Nicolás Bompadre.
Bajé lentamente los peldaños de la escalera
que conducían a la sala inferior de la Abadía, en donde el condenado aguardaba
en la Cruz. Yo, Malaquías, el gran inquisidor, que había ordenado quemar a
decenas de infieles en la Plaza pública de la ciudad de Lima me veía obligado
ahora a ocultar una ejecución, como sino fuera la mía una obra de Dios. Pero
los recientes levantamientos contra el orden colonial, aunque pequeñas
escaramuzas sofocadas, nos obligan a tomar precauciones. Cualquier ocasión
puede ser propicia para que estos rebeldes se levanten contra el poder
establecido, aunque esto signifique liberar a un pecador.
Yo, Malaquías, no acostumbro hablar con los
prisioneros antes de su ejecución, pero sentía la necesidad de saber que fue lo
que instó a este hombre, Hernán de Oviedo de nombre, artesano de profesión, a
divulgar por los mercados la no resurrección de la carne y que el alma viaja a
través de los cuerpos.
Terminé de bajar el último escalón. Las
paredes del salón de tormentos todavía estaban manchadas con la sangre del
judío al que ordené azotar con látigo de punta de acero. Crucé la profunda
galería y llegué al amplio recinto, donde mi prisionero me esperaba en la cruz.
Sus brazos y sus piernas atravesadas por los clavos habían empezado a supurar
vermes que daban un aspecto repugnante. Cuándo me vio se alegró, creyendo que
venía a traerle la muerte.
- Aún no vengo a traerte la muerte – le dije
-. Además no puedes comparar este pequeño dolor que sientes ahora con los
tormentos que padecerás en el infierno, donde ríos de azufre y fuego quemaran
tus entrañas por toda la eternidad.
- No hay ni cielo ni infierno, - me respondió
- solo la trasmigración de las almas en este mundo.
- ¡Aun bajo tanta tortura continúas
insistiendo en tus abominaciones!
- Y seguiré insistiendo aún
después de muerto, pues mi alma trasmigrará hacia otro cuerpo como lo ha venido
haciendo desde el comienzo de los tiempos.
- ¿Entonces niegas que Cristo haya muerto en
la Cruz para perdón de nuestros pecados y para que podamos disponer de la vida
eterna?.
- El alma tiene un destino inmortal.
- Porque Nuestro Señor Jesucristo murió en la
Cruz para que así fuera - inquirí.
- No, porque el alma es energía. Como la
energía del Sol o la que desprenden las velas del candelabro que llevas en tus
manos. Y la energía no muere.
- Eso no es verdad, las llamas de estas velas
no arderán por siempre.
- Pero no desaparece la energía, se vuelve
calor, que es absorbido por el aire o el cuerpo de los vivos. Como la llama, el
alma es energía, no muere. Solo viaja a través de los cuerpos. Ellos son sus
naves, y no van a resucitar al final de los tiempos.
- Eres un infame. ¿Cómo te atreves a negar la
resurrección de la carne? ¿Cómo te atreves a poner en duda la muerte y
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo?.
- Jesucristo murió en la cruz, es cierto. Pero
su cuerpo no resucitó el tercer día, su alma trasmigró hacia otro.
- ¿El alma trasmigra hacia el cuerpo de los
vivos?
- El alma transmigra hacia los que aún no
nacen. Pero es posible trasmigrar hacia los cuerpos de los que viven
intercambiando sus almas.
- ¿Aseguras haber vivido mas de una vida?.
- Todos las han vivido, solo que no pueden
recordarlo. O no quieren hacerlo, o no prestan atención a sus sueños. Algunos
sueños no son ficciones, son recuerdos.
- Es suficiente. No quiero seguir escuchando
tus herejías.
- Una cosa más: revise en los Archivos del
Santo Oficio acerca de una ejecución ocurrida hace cuarenta años, antes de que
usted llegara al Perú.
Busqué en los Archivo del Santo Oficio, ubicados en el segundo piso del edificio donde me encontraba, y hallé el caso que seguramente, quería que encontrara. Se trataba de un indiano llamado Miguel Inti, ejecutado porque aseguraba haber vivido varias vidas desde la época en que Pizarro destruyó el País de Cuzco. Regresé inmediatamente hacia donde se encontraba el señor Hernán de Oviedo.
- ¿Quieres decir que tú
eres Miguel Inti? – pregunté.
No respondió. Se limitó a sonreír burlonamente.
- Pues no creas que con
esto has conseguido embaucarme – le grité -. Conocías esta historia y fue la
fuente de tus ideas satánicas. Pero esto ha llegado a su fin. Arrepiéntete de
tus pecados porque mañana morirás irremediablemente.
- Padre Malaquías, mañana,
durante mi ejecución, usted podrá comprobar que todo cuanto he dicho es cierto.
- Así como el agua que se
derrama en la arena del desierto se pierde para siempre, Dios no vuelve a dar la
vida – le respondí.
Atravesé nuevamente el amplio salón en donde se llevaban adelante los tormentos y llegué a las escaleras. Antes de subirlas le ordené al guardia que el prisionero fuera azotado.
Esa noche no podía dormir. Me hallaba
intranquilo. No debía temer, soy un soldado de Dios y Él me protege. Trate de
pensar que faltaban solo unas horas para que el infiel muriera. Después ya todo
habría acabado.
Al día siguiente se presentaron los
oficiales del Santo Oficio, el Arzobispo, el Cardenal y los principales
funcionarios religiosos del Perú, así como también el Virrey que, en nombre del
pueblo que estaría privado de observar el ajusticiamiento, constataría que el
prisionero había sido efectivamente ejecutado. Bajamos las escaleras y
atravesamos el salón hasta llegar a el. Estaba más demacrado que la vez
anterior que lo visité. El soldado a quién había ordenado azotarlo se había
excedido.
La ejecución se retrasó unos momentos, pues
parecía que el sujeto había muerto. El Cardenal ordenó a uno de los centuriones
de la abadía que se acercara a comprobar si aún vivía. Cuando éste intentó
sentir su corazón, el prisionero abrió los ojos. Inmediatamente los clavó en mi
y dijo:
- Padre Malaquías, voy a
abandonar mi cuerpo habiéndome vengado por todo lo que usted me ha hecho
padecer.
Ordené que acabaran con él inmediatamente. El centurión tomó una lanza y se aproximó para darle muerte. En ese momento el infiel me miró y yo aparté la mirada. Por alguna razón sentí temor e inmediatamente tuve la extraña sensación de que abandonaba mi cuerpo. Nunca antes había experimentado aquello. Pero ya no tenía miedo, sentía una gran paz. No recuerdo el tiempo que duró esa sensación. Sí recuerdo que momentos después sentí nuevamente mi cuerpo. Pero ahora estaba cubierto de sangre, con mis manos y piernas clavadas en la Cruz. Miré hacia abajo y me vi a mí mismo de pie observando la ejecución, con una mirada maliciosa en la cara. Era mi cuerpo, pero no era yo quién estaba ahí.
El centurión me lanceó en el ijar y solté un
grito de dolor. De la herida brotó sangre y agua. Miré nuevamente a Malaquías
que se cubría la cabeza con la capucha del hábito y se alejaba haciendo la
señal de la cruz.
Permanecí unos segundos desangrándome hasta que ya no sentí nada.
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